AQUISITO
NO MÁS
Aquisito no más
Adrián, un joven periodista argentino, decide visitar Quito después de su graduación. La capital acababa de ganar el premio al mejor lugar turístico de Latinoamérica y Adrián no quería desaprovechar esta oportunidad, ni desperdiciar lo que tal vez serían las últimas vacaciones de su vida.
Armó una maleta completa. Leyó que en Quito el clima es impredecible así que guardó desde bermudas hasta un gastado pasamontañas negro que no había utilizado desde hace tres años. Ese fue el último viaje de Adrián y la última vez que Pochocho salió de paseo.
Todos tenemos ese símbolo de nuestra niñez, ese juguete que no olvidamos o, en algunos casos, no lo desechamos. Pochocho fue el primer juguete que Adrián recuerda. Fue un regalo de su madre cundo tenía 5 años y cuando cumplió 10 dejó de funcionar. Ninguna juguetería de Buenos Aires lo pudo arreglar, desde entonces, Adrián lo lleva a todos sus viajes para encontrar algún día ese repuesto que le ha sido esquivo toda la vida.
Cuatro lentas horas de vuelo, un taxi excesivamente caro y un largo viaje desde el lejano aeropuerto después, Adrián llegó al Centro Histórico de Quito. Según todas las guías que había consultado, el turismo en la capital comienza siempre por ahí. Bajó del taxi en la iglesia de la Basílica. Despistado por el asombro de una iglesia gótica en una ciudad franciscana cayó un puñete del cielo. Un golpe de knockout y adiós a su cámara y al dinero que cargaba. “Turistas de mierda”, dijo el escurridizo hombre antes de correr hacia callejones oscuros que nadie se atreve ni a mirar.
“Usted también que baja como gringo con la cámara al aire y la cabeza en las nubes” - le dijo un señor mientras le ayudaba a levantarse - “chuta si le han dado duro, váyase aquí rapidito donde el Gallardo a que le arregle”. “¡¿Señor dónde es el hospital más cercano?!”, gritó Adrián con la mano en su pómulo hinchado. “No sea bruto ahí no le atienden rápido, haga caso y vaya a este "Restauraciones Carrión" que le digo. Es aquisito no más en la Imbabura, entre Rocafuerte y Bolívar”. Adrián grabó la dirección en su cabeza y se dio media vuelta para no responder de mala manera al hombre que le ayudó.
“Imbabura entre Rocafuerte y Bolívar, Imbabura entre Rocafuerte y Bolívar”, se repetía a sí mismo mientras caminaba a paso apurado a este lugar recomendado. No robaron su mochila así que todavía contaba con el pasaporte, un poco de dinero de reserva y Pochocho. “¡Restauraciones Carrión!” gritó cuando encontró el cartel fuera de este local. “¿Qué carajos?”, suspiró Adrián mientras entraba a un lugar donde claramente hacían restauraciones de esculturas, en su mayoría religiosas y no de personas. “¿Le pegaron? Sí, aquí es”- dijo una voz al fondo del cuarto- “deje su mochila a un lado, no pasa nada”.
Pasando entre santos y vírgenes en vitrinas, Adrián se sentó donde el hombre le ordenó. “¿Qué le pasó? ¿Habló demasiado o muy poco?”, preguntó el hombre con una carcajada. Mientras el argentino relataba su episodio vandálico, el restaurador lo pintó como si fuera una gastada escultura del Divino Niño o San Judas con un preparado a base de aceites, pigmentos naturales y óleos. "Restauraciones Carrión" se ha mantenido en el mismo local por más de 70 años y ha logrado “pintar” miles de heridas de percances casi siempre sospechosas.
El restaurador terminó su trabajo y el golpe de Adrián era imperceptible. ¿Dónde puedo comer algo típico sin que me roben?”, preguntó el turista mientras salía del local. “Aquisito no más por el Palacio de Carondelet no roban mucho. Ahí atrás quedan las guatitas de "La Colmena" donde supuestamente todos los presidentes han comido, vaya allá”.
Llegar al Palacio Presidencial no fue difícil y bastó con preguntar a un guardia para tener las coordenadas exactas de ese lugar que todos parecían conocer. Entró y vio que la famosa guatita costaba $4.50. Adrián contó su plata y llegó a $16,55. “Suficiente para el día”, pensó antes de ordenar ese plato que hacía que todo el local huela a maní.
Era una especie de sopa espesa, con panza y papa, acompañada de pan y aguacate a los lados del plato. Eran las 11 de la mañana y después de tanto ir y venir, en un viaje en el que hasta el momento no había turismo de verdad, la guatita supo a gloria caliente, húmeda y bien condimentada.
El "Restaurante La Colmena" ha servido guatitas en el Centro Histórico por 53 años y ha pasado de generación en generación. El fundador de estas célebres sopas fue José Vaca. En un viaje a Guayaquil probó por primera vez el plato típico y con un toque de originalidad cambió el arroz guayaquileño por pan y aguacate. Desde entonce la fama del restaurante ha ido creciendo de con el paso de presidentes en ese palacio que queda cruzando la calle.
Se dice que el ex presidente Abdalá Bucaram agrandó la fama de estas guatitas con sus extravagantes peticiones, aunque uno de los actuales administradores confiesa entre risas que “ese señor nunca vino acá, eso sí traía a los subalternos para que le lleven guatita en la vajilla presidencial. El que sí era cliente frecuente era Augusto Barrera, aunque desde que se hizo alcalde ya nunca viene”. La fama de este lugar no se deben a si son o no las guatitas presidenciales, el secreto está en el trato al cliente y en su receta que no ha cambiado nunca.
Adrián terminó esa guatita digna de paladar de un primer mandatario y comenzó un poco de turismo “tradicional” en el centro. Exploró la Plaza Grande, el Atrio de San Francisco, el Museo de la ciudad y La Ronda. Todo se veía muy bonito y colonial pero no llenaba del todo las expectativas del argentino. Del ladrón al “guatero” del Estado, Adrián encontró personajes diferentes, por suerte, esa aventura improvisada no terminaría ahí.
Como a cualquier turista, las direcciones, los mapas y las guías lo traicionaron en algún punto. Sin darse cuenta, Adrián se encontró parado fuera del Centro Comercial Montúfuar, famoso por su índice de robos por minuto y por vender artículos de dudosa procedencia en sus locales. Una mala energía lo alejó de ese lugar y caminando encontró a un lado del mismo a una señora que gritaba “¡Almuerzos! ¡Quedan pocos almuerzos!”.
La mala vibra que el Montúfar emanaba se esfumó con la mirada de esta señora llamada Gladys Mera. Nació en Manabí y trabajaba como cocinera en el centro comercial a sus espaldas. Sus compañeras en la cocina envidiaban sus bendecidas manos y un día, con los administradores de su lado, se amotinaron y la echaron. Gladys no fue derrotada y comenzó a vender comida en sus narices. “Ellas dicen que les hago mucha competencia, yo les digo que aprendan a cocinar”, dice mientras saca una tarrina con el plato del día.
Gladys no prepara cualquier platillo típico o cosa popular. Vende platos especializados, platos a la carta urbanos: carne guisada con aceitunas y champiñones, lengua con tamarindo, chuleta de cerdo con piña, ensalada de cangrejo, esta última fue el plato pedido del día. Hace más de 10 años Gladys se sienta fuera con su hielera tamaño familiar a vender sus almuerzos que cuentan con fieles clientes. Al final de cada jornada, Gladys recoge los votos que cada cliente dejó, el más votado es el menú del día siguiente.
Era la 1:30 de la tarde y Adrián consiguió la penúltima ensalada de cangrejo que Gladys disponía. “Uno creyera que la ensalada de cangrejo es merecedora de mejor suerte que ser vendida en la calle”, pensó, y al terminar su tarrina desechable, esa deliciosa ensalada se ubicó en el podio de los manjares más exquisitos de sus 25 años.
Con la suerte de encontrar uno de los mejores almuerzos de su vida en la calle a $4 dólares, Adrián pensó que con esta racha, era el momento preciso de probar suerte con Pochocho. Como es tradición entre Pochocho y Adrián, en cada viaje se va a una juguetería para encontrar ese repuesto que en Argentina no existe.
Adrián tomó un taxi – “a la juguetería más cercana por favor”- dijo mientras sonreía y conciente que el chofer lo miraría extrañado. En 11 minutos el taxi paró en el "Juguetón" de la Orellana y Enrique Gangotena. Adrián se bajó optimista al ver el gran tamaño de la juguetería.
Entró y caminó directo al taller como es costumbre para el turista. Mostró feliz a Pochocho diciendo “necesito el repuesto de esto por favor”. La expresión de Adrián cambió en segundos cuando el hombre que atendía puso cara de no tener idea sobre ese viejo juguete. Llamó al supervisor del taller y la mala noticia se repitió una vez más. Pochocho no encontró repuesto y Quito fue una nueva frustración.
Adrián salió molesto de la juguetería, su pequeña misión de cada viaje le comenzó a parecer absurda e infantil. Pochocho era su excusa de ser inmaduro a los 25, pero se agotaba.
El turista salió de la juguetería y necesitaba un cigarrillo. Vio una tienda al lado, "Comercial Levy" , decía el letrero. Por fuera era una tienda cualquiera: barrotes y un adornado barroco de fundas de plástico de colores de papitas fritas. Adrián entró desganado a pagar el tabaco y que se lo trague la tierra.
“Un cigarrillo por favor”, dijo con la cabeza baja buscando los sueltos que le quedaban. Al levantarla entró en un mundo paralelo, la tienda se convirtió en la exhibición más kitsch y comercial posible, un museo abierto de Coca-Cola. Más de 30 000 objetos rojos decoran la tienda entre paredes y vitrinas cerradas con llave.
Juguetes, vasos, latas, botellas, peluches, bombillos y cientos de otros objetos conforman la exhibición permanente que Carlos Sánchez Montoya posee como herencia de su padre. Aníbal Montoya trabajó como ilustrador y publicista alrededor del mundo y uno de los productos que más llamaba a su ojo crítico comercial era la Coca-Cola. El "Comercial Levy" ha coleccionado objetos de la marca desde 1945 hasta la actualidad y ha logrado conseguir reliquias de el año 1914 hasta los prototipos del 2014, un siglo de tradición familiar dentro del diseño industrial.
En las transparentes vitrinas se lee “Todos los artículos a la venta” y Adrián recobró la sonrisa. Le quedaban $5,55 en el bolsillo y gastó un poco más de la mitad en un bombillo navideño para su madre, amante de la bebida negra.
Adrián salió de la colorida tienda y caminó sin rumbo. Pensó mucho en su familia, en los recuerdos de su padre y lo que quedaba de su madre en un hospital de Buenos Aires. “¿Qué hago aquí?” - se preguntó mientras iba en dirección a la Avenida Amazonas, un par de cuadras al sur de la tienda. Adrián quería regresar, pero antes necesitaba relajarse, llegó a la Amazonas y vio como todos tomaban gratis una bicicleta pública de una de las estaciones. Un viaje en bici, un poco de viento en la cara, eso es justo lo que necesitaba.
No tenía las más remota idea por donde ir, así que tomó recto la avenida principal. Pasó por el parque la Carolina y por el Boulevard de las Naciones Unidas, Quito parecía una ciudad común y un tanto falsa una vez más.
Mas o menos a la altura de la Plaza de Toros, Adrián levantó la cabeza y respiró profundo después de ese cuasi quiebre que sufrió. Llegó al semáforo después de la Plaza y vio a la derecha un cartel grande. "La Clínica del juguete: restauración y reparación". Curvó en esa dirección.
Dejó la bicicleta en una estación cercana y entró. Los juguetes rotos y dañados salen regados por las puertas, aglomerados en ese pequeño local. “Bienvenido”- le dijo un hombre de baja estatura que ajustaba unos tornillos de un carro blanco- “¿En que le ayudamos?” Adrián sintió que en este oscuro y desordenado lugar iba a aparecer el repuesto para Pochocho, parecía que la "Clínica del Juguete" lo tenía todo. Desde muñecas de antes de la Segunda Guerra Mundial hasta un Papá Noel prácticamente nuevo que necesitaba un ajuste en el sistema eléctrico. “¿Tiene repuesto para esto?”, preguntó celosamente Adrián mientras sacaba al juguete de su mochila y se lo entregaba al hombre “Bah, pues debo tenerlo por ahí, venga acompáñenme al taller a buscar”.
Con cada paso el lugar se ponía más raro. Un cuarto de juguetes totalmente destruidos a la derecha, una repisa de juguetes arreglados más arriba y un taller que más pinta tenía de mecánico que de Gepetto. Brazos y cabezas de Barbies por el piso, juguetes amontonados, tarrinas con etiquetas donde se leía: “Ojos peluche”, “Ojos muñeco”, “Ruedas”, “Resortes”. Decenas de diferentes tipos de destornilladores, tuercas, playos, cemento de contacto, pinturas y pinceles. Este era el laboratorio donde todo tipo de juguetes eran reparados con una precisa lupa, una potente lámpara y la habilidosa mano de Paúl Morales, el dueño.
Pateando a un lado brazos, pilas y carritos, Paúl se sentó y llevó a Pochocho a la camilla de operaciones. Lo vio por más de tres minutos con la lupa y comenzó a trabajar. “Aquí no sólo se reparan juguetes, se juega con la sicología y los sentimientos de esa persona, aquí se reparan ilusiones”.
La Clínica del Juguete se fundó en 1998 como un negocio familiar. Paúl creó esa fuente de trabajo para su esposa cuando estaba embarazada “el punto era crear algo en lo que se pueda entretener, trabajar desde casa y que sea útil para nuestro futuro hijo”. Después de la primera aparición en televisión de este curioso negocio, los clientes no han parado de llegar, al punto que Paúl renunció a su trabajo para meterse de lleno a la clínica.
Recibe desde juguetes del año para reparar una simple tuerca hasta objetos de más de 100 con repuestos descontinuados. Para Paúl ningún juguete es basura y si no existen piezas en el mundo, él las crea. Así consigue reparar juguetes de niños, adultos y ancianos y encontrar historias que sólo con una profesión que juega con algo tan paralelo a los sentimientos se pueden conseguir.
Adrián intentaba ver de puntillas lo que Paúl hacía en su quirófano con Pochocho. “Hay unas historias tenaces aquí”, cuenta el reparador con la mirada y cabeza puesta en el juguete que estaba en intervención. Paúl cuenta que a los 4 años de iniciado el negocio, un viejo de más de 60 años llegó con su esposa y una antigua rueda moscovita con cuerda musical. Fue un juguete de su niñez, que ayudó a dormir, enseñó a jugar y creó memorias que el tiempo borró. Cuando conoció la Clínica del Juguete, probó suerte y la encontró.
Cuando el anciano recogió su preciado juguete y escuchó esa música que hace más de 50 años no se entonaba, su espíritu rompió por dentro. Recordó a su padre, a su madre, los olores de su casa, el momento preciso y la memoria perfecta. Tuvo un momento aurático gracias a Paúl, el reparador de recuerdos. Tres años después, llegó la esposa del anciano al local. Repartió abrazos y bendiciones a todos mientras una lágrima peleaba por no caer de sus ojos. “Vengo a agradecerles por todo lo que hicieron por nosotros. Mi viejito ya se fue, pero lo último que hizo antes de dormir fue jalar la cuerda de su rueda moscovita y escuchar esa canción por última vez”.
Paúl se levantó, frotó sus manos y aplaudió una vez. La ansiedad de Adrián creció y cuando el reparador se movió a un lado, vio a Pochocho funcionar 15 años después. Adrián tuvo un déjà vu con la historia del anciano de la rueda moscovita. Esta vez, el joven rompió en llanto.
Ver a su juguete de la infancia funcionar una vez más, activó sensaciones que parecían perdidas. El olor al mate que tomaba su abuela, el calor que siempre emanaba del cuerpo de su padre y la sensación de las suaves manos de su madre que estaba en un hospital. Vio la gran casa de madera de su infancia, amigos que olvidó, esa chica que impresionó y los viajes en bici que vivió. Entre lágrimas Adrián agradeció a Paúl y salió del local destino Buenos Aires. Su madre todavía no era una memoria perdida como las que olvidó y ha intentado suplantar toda su vida, era su presente.
Quito fue el viaje más extraño en la vida de Adrián. Conoció a personajes salidos de cuentos e historias de fantasía, lugares tan poco comunes como inesperados en una ciudad que pinta predecible, pero esconde muchas aces bajo su manga.
A veces es frustrante pensar que vivimos en una ciudad que no tiene maneras de sorprendernos. El problema en realidad es que uno no está dispuesto a dejarse sorprender. Es interesante pensar como la misma ciudad que cambia la vida a alguien, otros la ven como aburrida y aspiran vivir algún día en otro lugar. Quito tiene todavía mucho material humano en sus entrañas y hay que disfrutarlo. Sólo hace falta romper esas cuatro coordenadas de la rutina. Sólo hace falta ver más allá de tu barrio, de tu casa. Sólo hace falta salir.
Adrián es un personaje ficticio creado para encontrar a los personajes y lugares reales que yo conocí en reportería gracias al libro “Quito Bizarro” de Juan Rhon y Juan Fernando Andrade.